Hay dos partes de mi vida que me resultan espectaculares.
La primera es siendo un chaval muy calladito que evitaba conversaciones fuera de todo, y estallaba peligrosamente como un viento huracanado, defendiéndome con desagradable actitud silenciosa.
La segunda nació a raíz de que el grupo de alcaldes secretos de la Villa de Maro me ordenaran un día del año Equis, prácticamente obligándome, a sentarme con ellos a la mesa, a escuchar sus conversaciones vespertinas, con los ojos bien abiertos y los oídos atentos a cada detalle de lo que decían, contando que tengo déficit auditivo.
A partir de las enseñanzas de Campillos Zorrilla, José Muñoz, Pulido y algunos más, que llegaban al Cueva Sol en las primeras horas de las mañanas antes de ir a sus invernaderos, aprendí a discutir.
Entonces mi vida dio un vuelco y se partió en dos.
Una, fueron tiempos en que cualquiera que se sentara, se iba con un fuerte dolor de cabeza para un solo día, tras una conversación donde intentó chulearme.
La dos, los tiempos en que cualquiera que venga con ganas de debatir en una conversación, se va con dolor de cabeza para una semana entera. Y que procure no volver a sentarse a mi lado en mucho tiempo.
¿Qué quieren que les diga?. Yo pienso que estaba mejor calladito y saltar como un viento huracanado sin decir ni hola.
Como pueden suponer, me enseñaron los mejores maestros en debate y discusión, al fin de no caerle simpático a nadie.
Algunos ya saben quiénes son las personas a la que me refiero porque sienten por ellas la misma amistad y admiración.
Para mí eran los alcaldes secretos de la Villa de Maro, donde se hablaba de los problemas reales. Ese era el bar restaurante Cueva Sol.
Allí llegaba un servidor por las mañanas justo a la hora que habría mi amigo José Muñoz, su hija o su señora, a eso de las nueve de la mañana, y allí en la terraza podría seguir escribiendo hasta las dos de la tarde.
Un buen pan con mantequilla y una buena taza de riquísimo café con leche para empezar a escribir.
A eso del mediodía uas cuantas cervezas y alguna copita de Sol y Sombra, para pasar otro rato en la esquina de la terraza escribiendo las horas muertas.
Esto fue así durante décadas, incluso cuando existía el bar El Guapo en la entrada este de Maro.
Después, cuando El Guapo cerró, me cambié al Cueva Sol, que estaba en la entrada oeste de Maro, que ya nos conocíamos de muchos años, y para mí, José Muñoz, siempre fue un grandísimo amigo, una persona culta y muy elegante.
A primera hora de la mañana también llegaba Campillos, un señor con una cultura impresionante, siempre con una enorme sonrisa en su rostro.
Era el dueño de un cortijo a la salida de Maro en dirección a Almería, al borde de la vieja carretera nacional, donde iba a hacer sus faenas diarias tras pasar por el Cueva Sol.
José y Campillos. Campillos Zorrilla y José Muñoz fueron durante años, el eje de mi aprendizaje para especializarme en dolores de cabeza espectaculares a charlatanes de a tres pesetas o gentuza que buscara engatusarme.
Campillos era el que me enseñó a provocar dolores de cabeza Cum Laudem.
José Muñoz, era el maestro de los dolores de cabeza de nivel psiquiátrico, los que pueden dar dolor de cabeza de por vida.
Toda la gente de Maro que me conoce, me veían cada mañana en la esquina de la terraza escribiendo.
Yo escribía desde poemas a pequeños relatos. Y cuando no escribía, me dedicaba a leer.
Casi siempre estaba solo, escribiendo o leyendo. Y cuando estaba con acompañantes lo mismo.
Todo cambió el día que se les ocurrió no dejarme ir a la terraza solo.
Cuando pedí el café en la barra me habían cogido los bártulos y lo trajeron a la mesa donde ellos se sentaban.
Me tuvieron varios días con los ojos como platos, oyendo lo que hablaban y lo que discutían.
Una mañana que discutían me pidieron mi opinión. Di mi opinión y José me miraba sorprendido y Campillos se reía muy guasón de la cara que puso José.
Las risas retumbaron en el local. Y como casi siempre, estaba Pulido, que también se reía aunque era más comedido.
El hermano de José, el dueño del Cueva Sol, era policía municipal de Nerja.
Llegaba al bar cuando el trabajo le permitía y después se dirigía a su cortijo, situado por un carril a la derecha en la cuesta de bajada de la carretera nacional de Almería al río de la Miel.
Había que subir un cerro en los acantilados muy abrupto que da al mar.
Me gustaba sus opiniones sobre personas y gente muy peligrosa con quienes era preferible no tratar.
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