Yo estaba en una caseta casi vacía del recinto ferial, sentado en una mesa solo, saboreando un tubo de cerveza fresquita, viendo la actuación de un grupo melódico sobre el escenario.
Estaba muy a gusto pero de repente, aparecieron junto a mi mesa tres amigas, que se alegraron de encontrarme y se sentaron conmigo.
A altas horas de la madrugada hablaban entre ellas y las dos hermanas se fueron a su casa y me dejaron solo con Paquita.
Ella se quedó y se acurrucó conmigo pegándose a mi cuerpo para calentarse.
La noche había refrescado y yo le abrí acceso al calor de mi cuerpo pasando mi brazo por encima de sus hombros.
Así estuvimos hablando mucho rato hasta que nos besamos y no paramos de besarnos por el resto de la madrugada.
Varias horas antes del amanecer cogimos un taxi y ella se vino a mi casa.
No quiso que el taxi la llevara a la suya.
En mi casa no pude ni dormir porque juntos en mi cama, la única de la casa, nada más entrar, ella dejó de besarme y de abrazarme, me dio la impresión que era otra persona distinta, porque aunque parezca raro, ella no quería ni rozarme, y ni siquiera me hablaba.
Así que dormí lo posible junto a alguien que en el corto recorrido de tres kilómetros en taxi, se había vuelto fría y distante, y no quería que la besara.
Cuando desperté vi a Paquita mirando con sus ojos azules mirando el techo, con la mirada abierta tan gris y opaca como un túnel oscuro.
Se levantó y fue al baño a lavarse la cara y las manos. Se peinó y se espabiló con unos chorros de agua, y cuando regresó se sentó en el borde de la cama con la mirada abstracta, perdida en el infinito inmenso del techo de mi habitación.
Yo ya tenía decidido no volver a darle una nueva oportunidad.
Le dije que era hora de que se marchara a su casa y ella reaccionó sin decir ni pío, levantándose como una autómata, sin haber pegado ojo en toda la noche.
Habíamos dormido juntos vestidos, la miré impasible, le abrí la puerta y salió al portal mientras yo cerraba.
Bajamos a la calle sin mediar palabra, y ni siquiera esperando el autobús de línea, fue amable conmigo.
Cuando llegó el bus se fue y yo me quejé por haber traído a mi casa a una extraña, idiota y timorata, que no sabía lo que quería por muchos años de amistad que habíamos tenido. Se le había caído la máscara.
El sábado siguiente me encontré con ella, las dos hermanas y otras chicas del grupo con el que salía de marcha los fines de semana.
Me miró con los ojos muy abiertos esperando una reacción que no llegó, porque desde el primer momento opté por una amistad en el grupo y no por un amistad personal entre los dos.
Capté la reacción de ella cuando le pregunté a todas a qué bar íbamos primero.
Me tomaba la cosa como si no hubiera pasado nada entre ellos. Y así fue.
No pasó nada, pero eso ella eso no lo iba a olvidar, tal vez porque se arrepintió de no dar una continuidad a sus besos tras estar juntos toda la madrugada en la caseta ferial.
No midió bien sus acciones y yo no me iba a abrir de nuevo. No tendría una segunda oportunidad con un trotamundos mundano tan bello como yo.
Bajita y mandona, Paquita era rencorosa y sabía odiar, a pesar de su carita de ángel con esos ojos azules celestiales.
Una angelical bufona a punto de clavar la flecha del amor en los corazones enamorados.
Tuvo su oportunidad y ahora yo era inalcanzable para ella. La desaprovechó y sabía que le había cerrado esa puerta.
Un día estaba en la playa y se sentó conmigo un amigo belga, magullado porque lo habían apalizado la noche anterior en una discoteca.
Pasó toda la mañana conmigo como si fuéramos viejos amigos y de repente vi aparecer en la playa a parte de las chicas del grupo.
Fuimos a una cascada que yo conocía y el belga se quedó prendado de Paquita.
No sé qué le hizo, pero cuando las chicas volvieron a Málaga, pareció que había preparado al belga para que me pidiera a mí el teléfono de ella, como si fuera su celestino.
No entendía esa insistencia porque no tenía nada que ver con lo que haya surgido entre los dos.
Pero el amigo se volvió pesado hasta las narices en un día que quería estar relajado disfrutando de los placeres que me regalaba la vida.
En aquella época no existían los móviles. Había que llamar desde una cabina y no todos tenían teléfono fijo en casa.
Pero las hermanas sí tenían teléfono en casa y Paquita estaba siempre con ellas.
Quizás era este el teléfono que quería el belga. Se me ocurrió llamar a las hermanas y pregunté si estaba Paquita, y estaba.
Le expliqué lo que me ocurría con el belga, que no me dejaba en paz, que quería llamarla por sentirse muy enamorado, para invitarla a su casa.
Paquita me dijo que se pusiera el puto belga, y le di el teléfono del bar donde estábamos.
Vi cómo el fideo larguirucho la invitaba a su casa porque estaba enamorado, y empezó a pegar saltos como un canguro a pique de darse un golpe con las lámparas del techo.
El dueño del bar tuvo que pedirle que bajara la voz mientras me decía que Paquita viene mañana para presentarla a sus padres.
Al belga no le cabía la sonrisa en la cara, y yo sentí alivio porque quería que me dejarán en paz.
Tuve que soportar toda su gratitud el resto de la tarde pero yo no había hecho nada.
Se casaron y se fueron a vivir a Bélgica cerca de los padres y cada cierto tiempo vuelven a Málaga a ver los padres de ella y a los viejos amigos.
Un día que salí con una de mis amantes, una hermosa mujer alemana con la que estaba teniendo una pequeña relación, me encontré con el grupo de chicas en un bar del centro de Málaga.
Yo y el belga estábamos en la barra para pedir bebidas de todo el grupo, miré a mi amada y capté cómo Paquita fruncía el ceño de esa forma suya tan angelical.
En ese momento supe que intentaba algo a pesar del resplandor de su rostro sonriente, de esa falsa felicidad que se torna oscura.
Yo y el belga volvimos con las bebidas junto a ellas y el resto del grupo, y quise darle un beso a mi compañera, pero esta rehusó mirando a Paquita, que hablaba con su marido, y no se dejó.
Entonces decidí irnos los dos solos, abrirnos de forma rápida, y esto sorprendió al grupo.
Dejé mi caña de cerveza sobre la mesa y me despidí de todos. Hubo abrazos y besos y me fui con mi bella compañera.
Andamos juntos entre el gentío de fin de semana de marcha, la cogí de la mano y subimos a un autobús para ir a la otra parte de la ciudad.
Ella me abrazó y puso su oído sobre mi pecho para oír mi corazón. No le pregunté qué le había dicho Paquita, porque la alemana era una mujer veterana, mayor que yo, experimentada en lidiar con circunstancias adversas.
Además nuestra relación era temporal. Un mes y medio después terminamos.
Otro episodio ocurrió un par de años. Coincidí con el matrimonio mi nuevo amor en la terraza de un restaurante con mesas de madera para picnics.
Allí llevé a cenar a Sandra y su tía, holandesas, con su novio español.
Al rato aparecieron Paquita y el belga de pura casualidad. Aparentaron alegrarse de verme y se sentaron en mi mesa.
La velada estuvo bien hasta que Paquita, que había aprendido el flamenco, se aprovechó de las holandesas hablando entre ellas para hacerme creer junto a su marido, que entendían lo que ellas hablaban, y me dijeron que estaban hablando tonterías de mí.
Las holandesas, al sentirse señaladas, miraron fijas a Paquita y su marido y Sandra cogió de mi mano para no soltarla.
Sandra miraba fijamente a Paquita sin entender español, y ella seguía diciéndome con la ayuda de su marido asintiendo, que hablaban mal de mí a mis espaldas.
La holandesa, asustada, me miraba agarrando mi mano sin que yo me dignase a mirarla.
Entonces reaccioné, solté la mano de la holandesa colocándola junto a su otra mano sobre la mesa, Sandra intentó reaccionar pero la hice callar, y entonces se abrazó a su tía esperando lo peor.
Le dije a Paquita:
- Aquí - y señalé a la holandesa- tengo la enésima mujer con la que salgo este verano. Salgo con ella porque puedo y tengo cojones para cogerle el culo y lo que haga falta. El año pasado salí con veinte mujeres. ¿Imagina cuántas llevo este año y todavía no ha terminado el verano?.
Paquita soltó a su marido, se enfureció y me chilló:
- ¡No me hables de mujeres, no quiero saber nada!.
- ¿Por qué salgo con mujeres y disfruto como un carcamal?... ¡Pues lo hago porqueeeee me gustaaaaaa! - continué burlándome de ella como si me estuviera corriendo un largo polvo dentro de una vagina.
Paquita explotó fuera de sí. Empezó a tirarme la comida y la bebida. El marido se asustó para detener la reacción de su mujer.
Me llamó guarro y asqueroso. El novio de la tía de Sandra se levantó para defenderme de la agresión pero lo mandé sentarse.
Mientras, seguí gritando lo bien que me corría cada verano hasta encontrar a Sandra.
Cogí las manos de Sandra y se las apreté con ternura infinita. Después me acerqué a sus labios, y aunque estaba sucio de comida y bebida, la besé echándome sobre ella Sandra como para follarla allí mismo.
Paquita se escapó de su marido y nos arrojó una gran jarra de cerveza por la cabeza. Pero nosotros seguimos tal cual sin importarnos nada.
Paquita levantó la jarra para estrellármela en la cabeza, y hicieron acto de presencia los dueños del local.
Padre, madre e hijo, amigos míos desde mi temprana juventud, la cogieron del brazo gritando y pararon la agresión.
El dueño les dio a entender a Paquita y su marido que tenían dos opciones:
- Una; paga usted la cuenta del destrozo y se van para no tener que verlos más. Dos; pagan la cuenta y no se van para no verlos más, entonces llamo a la Guardia Civil y les cuento el intento de agresión de la señora aquí presente a mis clientes cuando estaban pasando una agradable velada.
Y callaron pendientes de la reacción de la agresora y su marido.
Paquita estuvo a punto de agredirlos pero fue avisada por segunda vez.
Supo que no habría un tercer aviso cuando los dueños mostraron los bastones para golpear.
Entonces el marido sacó la tarjeta de crédito para pagar la factura.
La recibió de vuelta cuando el dueño le dijo "He añadido un bote por los servicios prestados y el coste de la limpieza de la mesa y el entorno. Y recuerde, no vuelva más".
Se fueron con la mujer llorando, rabiando por la calle, pegándole a las farolas, a los muros y a las señales de tráfico.
Subía una patrulla de la Guardia Civil que se detuvo sospechando algo.
El copiloto se bajó observando al belga y a su mujer. Él la obligó a andar derecha para salir de allí.
El guardia acabó por no dar importancia, subió al coche y continuó hasta el restaurante, como un aviso de lo que pasaría si no se iban.
Cada día la patrulla solía comer bien antes de continuar su jornada y acudían a su local favorito.
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