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miércoles, 29 de octubre de 2025

Anita, la amante controladora del amor platónico

Conocí a Anita un caluroso día de verano de 1989 en el bar restaurante Cuevasol,  y desde entonces, nos vimos de forma habitual acampados en la playa de Maro, lo mismo en invierno que en verano. 

Yo, un chico moreno y atlético, seis años más mayor que ella, era escasamente más alto.

Vivíamos en Málaga a unos cuatro kilómetros el uno del otro, y la playa de Maro donde nos conocimos está en el límite de la provincia con Granada, a más de cincuenta kilómetros, en unos acantilados de gran valor ecológico. 

En verano ella pasaba por la playa Maro algunos fines de semana. 

Yo vivía allí en la tienda de campaña, por etapas, aunque los últimos años acampaba en el cortijo de un amigo.

Algunos inviernos recorría grandes distancias por la península y por Francia. 

Los veranos volvía a Maro durante los primeros días de junio y permanecía allí hasta mediados de octubre.

Una noche de ventisca, disfrutábamos al lado del fuego bajo una sombrilla contándonos historias, acompañando nuestros sueños con buenos vasos de tinto de verano tan fuerte como para nublar la mente.

Anita solo tenía ojos para mí y yo para ella. 

Pronto me pegué a ella para dejarme atrapar por sus besos durante toda la noche.

Dormimos juntos dentro de mi saco y por la mañana nos despertó el intenso calor y el bullicio playero. 

A última hora de la tarde ella recogió sus cosas y volvió a Málaga.

Yo seguí me quedé allí con su número de teléfono en la mano. 

Me dijo que cualquier día la llamara.

A los pocos días la llamé, creo que fue un jueves.

Gasté todas mis monedas sueltas en la cabina telefónica para oír sin querer su desprecio. 

La oía por el micro darme explicaciones sin sentido, cosas como venir a la playa cada quince días.

La arenga se acabó cuando me quedé sin monedas.

La cháchara que me estaba infringiendo a través del teléfono se cortó y no la volví a llamar. 

Comprendí perfectamente lo que pasó. Sin duda no iba a venir. 

Dejó claro que no sentía ningún interés por mí, así que me olvidé de ella.

La semana siguiente conocí a Micaela, una hermosa alemana que acababa de llegar a la playa y tuve relaciones con ella.

El viernes de ese fin de semana, el autobús de la línea que venía de Málaga hizo parada en la puerta del Cuevasol.

 Y Anita bajó del vehículo mientras desayunaba con mi hermosa Micaela. 

Me miró trastornada arrojando su mochila contra el suelo.

Volvió a coger su mochila y se fue directa a la playa muy enfadada. 

Lo siguiente que ocurrió fue hacerse la víctima entre mis amigos en la playa.

Le contó a un alemán amigo mío un cuento amoroso, yo era su verdugo y ella mi víctima, la amante desesperada no correspondida.

El alemán se tomó el cuento tan en serio que no se lo pensó dos veces antes de tomar la decisión personal de pedirle a Anita que se fuera a vivir con él a Alemania. 

Me contaron que Anita se hizo la sorprendida, pero después pidió al alemán declararse delante de todos en el merendero.

O sea que se hizo esperar para que yo bajara de Maro a la playa, con el único objetivo de que yo estuvierapresente con los amigos, bebiendo en el merendero de El Tripa.

Cuando bajamos Micaela y yo y nos sentamos en el merendero, aquello me pilló por sorpresa. 

Hizo que el alemán se le declarara delante de todos. 

Miré a ambos extrañado sin salir de mi asombro y la oí aceptar aquel compromiso con una rara actitud.

Anita se fue a Alemania y estuvo dos años conviviendo con el alemán hasta que rompió su compromiso.

Aquel mismo verano retornó a la acampada de la playa los fines de semana.

Vino a buscar sitio en mi entorno de amistades. No se fue con otro grupo para abrirse y dejarme en paz.

Entonces tras varios años, vino por la playa un amigo mío vasco, bajito y mucho más mayor que yo.

Trabajaba en el ayuntamiento de un pueblo cercano a Bilbao y Anita se pegó a él como una lapa. 

No llevaba ni cinco horas, que tuve limala suerte de oír a mi amigo declararse a ella, en el merendero. 

Nada más sentarnos en las mesas, Anita hizo que el vasco se le declarase y ella aceptar como si aquello fuera un juego.

No salía de mi asombro. La misma puesta en escena que con el alemán. 

Anita se fue a vivir a Bilbao con el vasco y tres años después apareció por la playa tras haber cortado su relación. 

Hacía un invierno muy frío y aquel año no me había ido aún a ninguna montaña.

Acostumbré por las tardes a tomar café en el bar de mi hermano en una zona de ocio de Málaga.

Un día, rara casualidad, apareció Anita con unas amigas y se sentaron en las mesas de la terraza.

Hablando con ella caí en la trampa de iniciar una relación.

Desde el principio, durante nuestras salidas, empecé a sufrir sus salidas de tono, sus desequilibrios y sus paranoias. 

Inestable y cualquier simple movimiento, se creía con derecho sobre mí, y cualquiera que fuera mi intención, ella explotaba su abuso con una actitud violenta y desagradable. 

Una vez entramos en un bar a comernos alguna hamburguesa o campero y cuando fuimos servidos, sufrí una agresión. 

Me arrojó la bebida por la cabeza y me restregó el campero por toda la cara vaciando el bote de la mostaza y el tomate.

Quizás no le gustó que mirara a otras mujeres que pasaban por la calle. 

Los camareros y el dueño del local observaron sorprendidos, esperando una actitud violenta por mi parte, pero no respondí a aquella agresión.

Fui al baño y me limpié. 
El dueño me trajo una toalla limpia. 

Salí del baño, pagué por el servicio y me fui directo a la calle para volver a mi casa.

Ella salió detras de mí persiguiéndome, pidiéndome perdón, y cuando llegamos a mi casa se desnudó para seducirme.

No fue la primera ni la única vez.

En otra ocasión, sentados en una terraza empezó a insultarme acusándome de mirar a otras mujeres y tener poca vergüenza.

Me escupió varias veces gritando, haciéndose la víctima, y yo aguantaba otra de sus escenas en público.

En uno de sus prontos rabiando, me dijo que no quería volver a verme. 

Así que aproveché y desaparecí de la escena creyendo ella que volvería y me haría rogar, pero me fui a mi casa.

Cavilaba que tenía decidido terminar la relación. L
a llamaría una última vez por teléfono tras pasar muchos días y adiós

Pasó el tiempo y supe por qué ocurrían estas escenas. 

Anita buscaba una relación conyugal seria, pero yo de ninguna manera iba a subir el nivel con semejante tipeja.

Cuando la llamé por teléfono se hizo la víctima, nunca pensó en pedirme perdón.

Creyó que yo era otro de esos idiotas con los que había estado, que me comportaría según sus caprichos para proveerla.  

Pensaba que le había llamado para la reconciliación, para ser oficialmente novios. 

No mostró ningún atisbo cercano de disculpa. Se creía mi dueña. 

Cuando corté la llamada fue para no volverla a llamar nunca más. 

A lo largo de año y medio, ella intentó por todos los medios que reconsiderara mi decisión. 

Usó al camarero del bar de mi hermano para que hablara conmigo y el individuo intentó darme lecciones. 

Se dejó ver por los alrededores del bar donde jugaba por las tardes al dominó, justo en el momento que yo salía, cruzándose en mi trayectoria.

Pero yo pasaba de largo.

Llegó el verano y me la encontré en la playa vigilándome desde la distancia. 

Vio que me hice amante de una extranjera con la que dormía por la noche en su apartamento. 

Anita, rabiosa, se hacía la víctima entre los campistas diciendo que yo era su novio, que rompí la relación por ser homosexual.

Esto fue así hasta que un día conoció a un italiano desventurado, y consiguió su noviazgo.

Lo trajo al pueblo para que yo lo viera, como si a mí me importara con quién se relacionaba. 

Estuvo muchos días exhibiéndose y solo la perdí de vista cuando cogí mi mochila y viajé a los montes Pirineos donde encontré trabajo.


Ana, la amante controladora del amor platónico de la playa Maro


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