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viernes, 7 de noviembre de 2025

La flor que amando se marchita

Yo llevaba muchos décadas de acampada en aquel pueblo de la costa.

Soy un chico moreno, guapo y encantador, que enamora a las chicas guapas con unos ojos castaños preciosos.

Del pueblo a la gran ciudad hay unos sesenta kilómetros. El autobús de línea los cubre en hora y media con un montón de paradas.

Así era el largo recorrido por la antigua carretera nacional 340. Por entonces no había autovía.

La chica enamorada se llamaba Flor y estudiaba en la capital para convertirse en letrada. O sea una abogada.

Conocía mi trayecto habitual por Málaga y se dejaba coincidir muchas veces por la calle con la intención de atraer mi atención.

Pero yo llevaba una vida muy intensa conociendo a mucha gente, que no me permitía pararme a pensar en ella.

Flor, como muchas mujercitas, le importaba un pimiento los conceptos que un chico pudiera tener, apenas teníamos veinte años. 

Conforme pasó el tiempo, Flor creyó que yo la rechazaba. Pero lo cierto, es que ella no sabía ofrecerme un vínculo para tenerla en cuenta. 

Flor era una de esas chicas que creen, que yo la iba a seguir por su cara bonita, como un bobo tieso que no se come una rosca ni ha probado nunca una almeja. 

Supongo que su idea no era tener una conexión muy natural. Algo así como los dos teniendo sexo. 

Recatada al extremo nunca conectó conmigo por el qué dirán en su pueblo. 

Así que con el tiempo la fui olvidando y no la volví a ver hasta pasados algunos años. 

Era la novia de un guardia civil recientemente entrado en el cuerpo. 

Cuando nos reencontramos en el pueblo, yo la traté como la simple amiga que era, una amistad de años atrás sin más.

Los Pinos era un bar disco con música para bailar hasta altas horas de la madrugada. 

Estaba en una calle trasera de la calle principal de Maro.

Por las noches, tras un largo paseo itinerante por otros bares del pueblo, pasaba por Los Pinos y la veía sola o con amigos. 

Sentada en la mesa de la terraza yo la saludaba con alegría como chica guapa que era. 

Varias veces se me quedaba mirando el individuo que salía con ella, el guardia civil.

Un día que yo entraba en Los Pinos el gilipollas se levantó de la mesa y no me dejó saludar a Flor antes de entrar. 

Me dijo que nunca más volviese a saludar ni dirigirle la palabra a su novia.

El individuo, a pesar de tener la misma altura que yo, se le veía muy crecidito y cierto rebufo de buen cornudo además de tener una personalidad mediocre. 

Yo miraba los ojos del gilipollas que no dejaba de pestañear.

No soy una persona que quiera herir los sentimientos de otra, y menos si formaba parte de los habitantes del pueblo que me acogía. 

Desconocía si el tipejo era familiar de alguien en el pueblo.


Le respondí que saludaba a Flor porque era una amiga. 

Miré a la chica pero ella tenía la cabeza agachada y no me miraba.

Me di cuenta que era una puesta en escena. Podía haberle dicho una mentira al individuo. 

Permanecía con la cabeza baja sentada sobre su silla de espaldas a nosotros sin volverse siquiera. 

Presentí que algo raro manipulaba la mamarracha.

El individuo me espetó que no quería que volviese a saludar a su novia nunca más.

Le di que estaba de acuerdo y no la saludaría nunca más.

Miré a las parejas del pueblo, conocidos que estaban sentados con ellos en la misma mesa, con los ceños fruncidos.

Frente a la actitud de los hipócritas entré dentro del bar.

Pero como último recurso, le dije al energúmeno, que "si no quiere que la salude que me lo diga ella misma." 

El individuo se puso en guardia y me interpeló. Me contestó con un "ya te lo digo yo, que soy guardia civil y soy su novio."

Ridículo total. Me reí en su cara. Me reafirmé ante el machista medio hombre que no la volvería a saludar. 

El individuo se sentó y entré en el bar a tomarme unas copas. Desde entonces nunca más la volví a saludar.

Un día me encontré en Málaga con unos amigos y decidimos ir a Maro donde bebimos y disfrutamos de la playa. 

A uno de mis amigos se le ocurrió pasar por Nerja. Dejamos el coche en un aparcamiento y recorrimos las calles hasta el Balcón de Europa.

Tras un rato grande en el mirador contemplando el paisaje, bajamos a la caleta de Calahonda justo debajo del Balcón.

Nos quitamos los pantalones y la camiseta para quedarnos en bañador, y me di cuenta que tenía justo al lado a Flor y al medio hombre, con una pareja de amigos. 

Flor, con el rostro pétreo de quien no vive o está muerta en vida, no desvió su mirada ni un solo momento de mí. 

Ni siquiera participaba de la verborrea que tenía su marido. 

Me miraba de una forma que no iba a olvidar nunca. Tampoco olvidaré jamás la afrenta de aquella noche.

Aquel día yo tenía el cabello tan largo como el de una mujer. Me lo había dejado crecer durante años. 

Cuando me bañaba con los amigos, escondía mi rostro tras el pelo mojado que me cubría por completo la cara. 

Entre los huecos yo observaba a Flor y la individua seguía mirándome pétrea sin descansar ni un minuto, ajena a la verborrea de su cónyuge con la pareja que les acompañaba. 

Mis amigos y yo jugábamos en la playa justo al lado de ellos, y tuve la maldad de hacerle a Flor una exhibición de mis atractivos personales, sin que mis amigos o el marido de ella se dieran cuenta.

Ella me miraba sin mostrar la menor desvergüenza. Y el marido no le prestaba ni la más mínima atención, seguía con su charla con la otra pareja.

Una hora después nos íbamos y me dejé observar por Flor en apenas medio metro, vistiéndome. 

La miraba de ella era hermosa, de ojos celestes que deseaban mi cuerpo.

Y en la despedida la miré por última vez mientras permanecía al lado de su marido impasible en la charla con la otra pareja.

Me alejé sabiendo que esa chica me amaba. 

Con lo que acababa de pasar degusté mi venganza por el trato recibido aquella lejana noche en el bar Los Pinos. 

Pasarán un montón de años y cualquier día volveré a ver a la infeliz Flor.


La Flor de Maro que amando se marchita


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